Al otro lado de la historia
Antonio Fernández Ortiz
Historiador
En la edición del periódico El País de fecha 10 de enero de 2016, en el suplemento Ideas y bajo el título general de “Cómo describir lo indescriptible”, aparecen publicados cuatro artículos dedicados a la película “El hijo de Saúl”, en la que el director húngaro Laszlo Nemes aborda el terror y la destrucción de la vida y de la dignidad humana en los campos de concentración y exterminio alemanes al tiempo que vuelve a plantear el debate sobre la forma y los límites éticos y morales en la representación gráfica de la destrucción del ser humano mediante matanzas y genocidios.
Los artículos vienen firmados por José Emilio Burucúa, Javier Rodríguez Santos, Álex Vicente y Santos Juliá, y como es de esperar están escritos con muy buena pluma y llenos de referencias a autores de todo tipo, películas, trabajos literarios, históricos o de ensayo, en los que queda patente la erudición de sus autores.
El objetivo de este texto no es hablar de la película, ni analizar el contenido de los artículos de los cuatro autores anteriormente mencionados. Más bien se trata de hablar de las ausencias. El caso es que al terminar de leer estos cuatro artículos queda la sensación de que falta algo, y se hace necesaria una nueva lectura para intentar averiguar, encontrar, la causa de esa sensación. Y después otra lectura… Y poco a poco se perfila la ausencia.
Los cuatro trabajos suman unos 25.000 caracteres y más de 4.300 palabras. Hay en los artículos un apabullante desfile de citas y referencias, a través de las cuales aparecen autores como Heródoto, Dante, Bartolomé de las Casas, Adorno o Benjamín, hasta llegar casi a los cincuenta autores de todo tipo entre escritores, historiadores, ensayista o directores de cine. Se habla de películas de diferentes directores y se nombra a más de 15 países diferentes, desde Alemania a Israel y desde Argentina a Camboya o Indonesia.
Y es en este derroche de cultismo donde más se nota la ausencia. Algo sigue faltando. Hasta que, efectivamente, de pronto nos damos cuenta que de toda esta rememoración de las víctimas del gran delirio criminal del capitalismo europeo se han quedado fuera los hombres, mujeres, viejos, viejas, jóvenes, niños, niñas de la Unión Soviética. Porque, salvo error u omisión por mi parte, al leer y releer los textos no hay ni una sola referencia a los prisioneros, recluidos, cautivos, deportados, esclavos, condenados, asesinados, gaseados, fusilados, ejecutados, enterrados, quemados, incinerados… soviéticos. Ni una sola.
Los fríos datos estadísticos todavía no se ponen de acuerdo a la hora de cuantificar la gran tragedia y sangría humana que significó la invasión alemana para los pueblos de la URSS. Se habla de entre veinticuatro y veintiocho millones de muertos. Para que nos hagamos una idea, estamos hablando de una cantidad de personas que supera el total de la población de España en aquellos años. ¿Nos imaginamos todo el territorio español absolutamente vacío de seres humanos? Ni un alma entre Cádiz y Gerona, entre La Coruña y Cartagena. Todo vacío. Desierto. Los campos, las aldeas, los pueblos, las ciudades con sus fábricas, con sus casas, levantadas o semidestruidas, abandonadas, vacías. Esa fue la dimensión de la catástrofe humana para la Unión Soviética.
Si tomamos como referencia el riguroso estudio sobre los costos en vidas humanas que significó la guerra y la ocupación alemana elaborado por el grupo de investigadores del Cuartel General del Ejército de la Federación de Rusia, coordinado por el General-Coronel[1] Grigorii Fedotovich Krivosheev,[2] tenemos que el número total de víctimas mortales en la URSS durante la guerra fue de 26,6 millones, de las cuales 8.668.400 muertos se corresponden con militares de todo rango y sexo caídos como consecuencia de acciones de guerra. El resto, es decir casi dieciocho millones de seres humanos, civiles todos ellos, fueron simplemente exterminados, borrados de la faz de la tierra. Y lo fueron, porque aquella fue una guerra total, una guerra de exterminio de la población. Así fue programada por el capitalismo alemán y así fue llevada a cabo de forma metódica y sistemática con la ayuda y colaboración del capitalismo europeo. Fue la particular “solución final” diseñada para la Unión Soviética. Al fin y al cabo, de lo que se trataba era de limpiar el “espacio vital” que tanto necesitaban los alemanes de sus infrahumanos habitantes.
Y antes de continuar conviene señalar, y no olvidar, que ni Hitler, ni Himmler, ni Goebbels, ni ninguno de los gerifaltes nazis, ni ninguno de los propietarios de las grandes fábricas o complejos industriales ubicados en Alemania, Bélgica, Francia o Checoslovaquia mataron de forma directa nunca a nadie. Por ejemplo, Hitler no fue nunca a Babii Yar a disparar desde lo alto de la inmensa fosa que poco a poco fue rellenándose con los cuerpos asesinados de más de 120.000 personas. Tenía a sus disciplinados soldados alemanes que hicieron aquel trabajo, muchos de ellos, más de los que imaginamos, con gusto y convencidos de lo que hacían. Ojo, no sólo los alemanes. También lo hicieron los húngaros, los rumanos, los checos, los belgas, los italianos, los letones, los estones o los franceses de a pie que, juntos o por separado, formaban parte de los disciplinados ejércitos invasores.
Y ya que la hemos nombrado, es curioso que entre tanta cita en los artículos de los autores a los que hacíamos referencia al principio, no aparezca ni una sola mención a la matanza llevada a cabo por los alemanes a las afueras de Kiev, en el lugar conocido como Babii Yar, donde a partir del 27 de septiembre de 1941 y hasta la liberación de la ciudad por el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos el 6 de noviembre de 1943 fueron fusiladas, quemadas y destruidas más de 120.000 personas (sólo en dos días, el 29 y el 30 de noviembre de 1941 fueron fusiladas 33.771). Además, en las proximidades de Babii Yar crearon diferentes campos de concentración, como el de Siretskii, en el que fueron asesinadas no menos de 25.000 personas.
Era tal la “productividad” de estos lugares de exterminio que los emprendedores capitalistas alemanes planearon la construcción de una gran fábrica de jabones en las proximidades para aprovechar las grasas de los cadáveres. El beneficio económico ante todo. ¡Viva la ética del capitalismo! Sólo la liberación de la ciudad por las tropas soviéticas impidió que finalmente fuese construida.
Tampoco se menciona la destrucción masiva de vidas humanas en la ciudad de Odessa y sus alrededores, donde, en los tres días que van del 22 al 24 de octubre de 1941, fueron asesinadas unas treinta mil personas. Pero aquello fue sólo el principio. Los alemanes y sus amigos rumanos pusieron especial intención en sus prácticas represivas, y a ese número inicial de víctimas hay que añadir más de 100.000 asesinadas durante el periodo de ocupación por alemanes y rumanos. Y es que los “inofensivos” rumanos, que hoy día se nos presentan como víctimas, fueron en un tiempo no muy lejano crueles verdugos. Ellos esperaban recibir aquellas tierras como parte de la compensación que Alemania habría de darles por su voluntariosa participación en la guerra contra la URSS. Y ante tan halagüeña perspectiva, se esmeraron.
Ni se cita la destrucción de la población civil y de los prisioneros de guerra que siguió a la ocupación de Crimea, y en particular de la ciudad de Sebastopol, que resistió de forma heroica ante los alemanes en un cerco infernal que se prolongó durante ocho meses y que tantos esfuerzos, recursos y pérdidas costó a los alemanes. Estos mismos, enfadados por la resistencia de la ciudad, fueron incluso creativos en aquel empeño, enterrando vivos a los soldados prisioneros soviéticos o enviando a alta mar barcazas repletas de personas a las que luego prendían fuego. Esperaban, y los que se lanzaban al agua con la esperanza de alcanzar la orilla a nado eran ametrallados.
Sólo en la ciudad de Sebastopol, durante el periodo de ocupación alemán, fueron ahorcados, fusilados, quemados, enterrados vivos o ahogados en el mar, más de treinta mil personas entre prisioneros de guerra y población civil. Además, otras 45.000, civiles, en su mayoría jóvenes de ambos sexos, fueron enviadas a la fuerza a trabajar a Alemania.
Tampoco se habla de la práctica de destrucción sistemática de las aldeas soviéticas en los territorios ocupados, donde era habitual encerrar a la población, niños incluidos, en graneros, templos o cualquier edificio amplio y prenderles fuego. Mientras, los instruidos soldados alemanes hacían fotografías o rodaban con sus cámaras de super8 aquellos formidables espectáculos. Y entre fotografía y fotografía ametrallaban a los que intentaban huir de aquellos infiernos.
Por el contrario, sí se menciona que “W. G. Sebald rompió con el tabú que había impedido hablar a los alemanes de las tormentas de fuego provocadas por la Royal Air Force”. Pero debe haber algún tabú que impide hablar de los bombardeos de las ciudades soviéticas y su consecuente destrucción. En el bombardeo de la ciudad de Stalingrado por la aviación alemana, que tuvo su momento álgido el 23 de agosto de 1942, y en el que en las calles se alcanzaron temperaturas superiores a los 900 grados centígrados, murieron más de 40.000 personas, quedando convertida la ciudad en un enorme montón de ruinas y cenizas humeantes.
Como no podemos extendernos en nombrar todos los actos de barbarie, grandes o pequeños, intentemos entender al menos la magnitud de las grandes cifras, por frías que puedan resultar. Si continuamos con los datos recogidos en el estudio anteriormente mencionado las cifras apabullan por su contundencia: 7.420.379 civiles fueron asesinados de forma intencionada y planificada, de los cuales 216.431 eran niños. Murieron 4.100.000 civiles como consecuencia de las terribles condiciones de vida creadas en las zonas de ocupación por los alemanes (hambre, enfermedades infecciosas, epidemias, falta de atención médica básica, etc.). Además, 5.269.513 personas fueron convertidas en esclavos y enviadas a trabajar a los complejos industriales alemanes, checos, franceses, etc. De tal manera les trataron y en tales condiciones trabajaron que murieron 2.164.313 personas (el 41,07%).
La cantidad de prisioneros de guerra soviéticos que cayeron en poder de los ejércitos alemanes y de sus aliados fue de 4.559.000, de los cuales volvieron vivos, enfermos y agotados a la URSS al final de la guerra 1.836.000 prisioneros de guerra. Es decir, murieron en el cautiverio 2.723.000 personas, el 60% de los cautivos.
A título comparativo podemos indicar que el total de los prisioneros alemanes (incluidos sus aliados) fue de 4.376.300, de los cuales, al final del cautiverio regresaron vivos 3.572.600. Es decir, murieron durante su cautiverio en la URSS, por diferentes circunstancias, 803.700 prisioneros, el 18,36%.
La diferencia es significativa, teniendo en cuenta que los prisioneros soviéticos estuvieron cautivos -aquellos que pudieron aguantar-, como máximo cuatro años. Por el contrario, si tenemos en cuenta que Alemania fue derrotada en mayo de 1945, que los prisioneros de guerra alemanes comenzaron a ser puestos en libertad en el año 1948, y que los últimos, los que fueron condenados por crímenes de guerra, lo fueron en el año 1956, resulta que los prisioneros de guerra alemanes estuvieron un máximo de 14 años, aquellos que ya fueron hechos prisioneros al principio de la guerra, por ejemplo en la Batalla de Moscú en diciembre de 1941, y un mínimo de 3 años los que fueron hechos prisioneros en 1945.
Bastante diferencia hubo de haber en el trato cuando murieron en el cautiverio el 18,36% de prisioneros alemanes frente al 60% de soviéticos. Y eso teniendo en cuenta que desde muy pronto la conciencia nacional soviética supo de las barbaridades cometidas en territorio soviético por los alemanes, y que después se tuvo conocimiento de las prácticas alemanas en los campos de exterminio y en los campos y centros de trabajo esclavo.
Los fríos datos estadísticos muestran un aspecto fundamental: que el conocimiento de las barbaridades perpetradas por los alemanes no influyó de forma determinante en el comportamiento que con ellos tuvieron los soviéticos una vez que caían prisioneros. Lo que sí influyó en la mortandad de los alemanes durante su cautiverio fueron las pésimas condiciones de salud en que se encontraban en el momento de caer prisioneros. Sirva como ejemplo el caso de Stalingrado, donde la inmensa mayoría de los prisioneros capturados por los soviéticos eran ya muertos vivientes en el momento que depusieron las armas (de los 90.000 prisioneros alemanes que se rindieron, enfermos y semicongelados, en el cerco final de la ciudad, solamente 6.000 volvieron a Alemania en 1956).
Pero volviendo a las ausencias, llama también la atención que de todas las veces que en los artículos se nombra el complejo de campos de exterminio de Auschwitz, no se haga ninguna mención a que allí fueron exterminados cientos de miles de soviéticos y que fue precisamente el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos el que liberó aquellos campos el 27 de enero de 1945.
Hay también otras ausencias. No hay ni una cita de ninguna obra literaria o filosófica, de ningún ensayo o trabajo histórico soviético o ruso donde se reflexione sobre aquella inmensa tragedia. No hay ni una cita de ninguna película ni de ningún director de cine soviético, ni de ninguna obra de teatro en la que se reflexione sobre la tragedia, la muerte, la destrucción sistemática de población civil por los alemanes. Ni tan siquiera hay un renglón, una palabra, que recuerde a Dostoievski el hombre que más y profundamente ha reflexionado en su obra literaria sobre el mal y la maldad como componente de la naturaleza humana.
Y uno se pregunta entonces, ¿cómo es posible que ocurra esto? ¿Cómo es posible que cuatro hombres cultos y justos no hayan tenido la necesidad de citar en su abundante argumentario la gran tragedia del pueblo soviético o sus reflexiones sobre tan desmesurada violencia expresadas a través de la literatura, el cine, la filosofía o la investigación histórica?
En uno de los artículos se habla del “silencio de los memorialistas de oficio, que en la lápida de un barrio judío de París escribieron que de aquel lugar varios miles de niños franceses fueron llevados a los campos de Polonia para no volver jamás, olvidando que aquellos niños eran judíos y que fueron deportados no por ser franceses, sino por ser judíos, como tuvo que recordarnos Gerda Larner”. Y aunque uno podría preguntarse también por el silencio de aquellos y estos memorialistas de oficio o de excepción que olvidan que fueron asesinados de forma sistemática cientos de miles de niños soviéticos, la pregunta que surge es otra: ¿qué ha pasado en nuestra cultura para que esos niños soviéticos asesinados no merezcan ni el recuerdo de una frase a la par con los niños franceses, judíos, polacos o húngaros?
Y si pasman todas estas ausencias, asustan más los posibles motivos o las posibles causas. Porque todo parece indicar que no ha sido un acto realizado a propósito. No es que los autores hayan decidido de forma consciente, cada uno por separado o mediante acuerdo conjunto previo, no hablar de lo que no han hablado. Al fin y al cabo cada uno habla de lo que quiere, faltaría más. Ni tan siquiera el periódico les ha llamado, ejerciendo de ente censor y demoníaco, y les ha prohibido hablar de la gran tragedia ocurrida en aquellos años en la Unión Soviética. Nada de eso ha sido necesario. Es mucho más grave que todo eso.
No es que no se hayan acordado de la URSS, simplemente es que no existe para ellos en esta categoría de pensamiento. Pero no para ellos en particular, sino para un “ellos” mayestático. Se ha puesto tanto empeño en convertir a la URSS y a Rusia en el Imperio del Mal, que ya no nos son entendibles más allá de ese patético papel que nuestra cultura se empeña en asignarles una y otra vez. Para todo lo demás, la Unión Soviética y Rusia son conceptos que prácticamente no existen para la cultura occidental. Casi han desaparecido. Y en esta vorágine de olvidos, intencionados o no, se quedan al otro lado de la historia, fuera de la historia, como si de algo anecdótico se tratase, todas las víctimas soviéticas provocadas por la agresión del nazismo y el fascismo europeo, expresiones estas últimas, en definitiva, de un modelo concreto de capitalismo europeo que quiso convertirse en hegemónico a través de la violencia desmedida y que no pudo gracias al sacrificio y al descomunal esfuerzo del pueblo soviético.
Todos estos “olvidos” tienen además mucho que ver con la visión eurocéntrica de nuestra historia y de nuestra cultura. Ya Hegel decía que “Europa es absolutamente el término de la historia universal». Para el filósofo, el resto de pueblos, como en los casos de China o la India, permanecían estáticos, en estado de vegetación, y los pueblos eslavos, y Rusia como su más importante manifestación política, no habían intervenido en el progreso de la historia universal. “Encontramos además en el este de Europa la gran nación eslava, … Sin embargo quedan excluidos de nuestra consideración, porque constituyen un ser intermedio entre el espíritu europeo y el asiático, y porque, aunque mantienen múltiples relaciones con la historia política de Europa, no es bastante activa e importante su influencia sobre la marcha y progreso del espíritu. Esta masa de pueblos no ha penetrado aún, como un momento independiente, en la serie de las formas que la razón ha tomado en el mundo”. Para Hegel, en su devenir geográfico, desde Persia, pasando por Grecia y Roma, la historia universal llegó a Europa y encontró en el mundo germánico «el espíritu del mundo moderno cuyo fin es la realización de la verdad absoluta». La expresión máxima y perfecta de la idea de la historia universal.
A base de desarrollar y perfeccionar este planteamiento básico, la cultura europea ha terminado creyéndose sus propias elucubraciones teóricas, confundiéndolas con la realidad. Importantes vectores de la cultura europea han acabado creyendo que la “realización de la verdad absoluta” era y es el dominio del resto del planeta, y la ocupación de los “espacios vitales” que se consideren necesarios allá donde quiera que se encuentren. El “mundo germánico”, entiéndase por él el núcleo del capitalismo desarrollado y el núcleo de la cultura occidental dominante, ha acabado asumiendo y haciéndonos asumir al resto de los mortales que, efectivamente, Rusia, independientemente de la forma en que se exprese en cada momento histórico, está realmente al otro lado de la historia, fuera de la historia. Tan fuera, que en momentos concretos no se ha tenido ningún remilgo en intentar hacerla desaparecer de la faz de la tierra.
Se acercan tiempos difíciles, más de lo que podemos creer e imaginar ahora. Cuanto más nos empeñemos en situar a Rusia y a otros pueblos de Asia o África en ese quimérico “fuera de la historia”, más nos acercamos a nuestra propia catástrofe. Alemania y sus aliados, es decir, casi toda Europa, en un pasado reciente asumieron esa quimera, la interiorizaron de tal manera, que no se dieron cuenta de lo equivocados que estaban hasta que fue demasiado tarde y las “hordas rojas y asiáticas” se paseaban por las calles de Budapest, Praga, Viena o Berlín.
¿Cómo es posible que en este nuestro occidente cultural se haya establecido en nuestras mentes una visión tan simplista que nos paraliza el intelecto, nos cierra la boca, tapona nuestros oídos y nubla nuestra vista ante todo lo que esté relacionado con la Unión Soviética o con Rusia? ¿De verdad somos tan insensibles a la tragedia humana que nos olvidamos de aquellos que tanto aportaron y tanto sacrificaron para nuestro bienestar actual? ¿Dónde está nuestra razón científica? ¿Dónde ha quedado nuestro sentido común personal y colectivo? ¿En qué momento se nos han caído de nuestro instrumentario intelectual?
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Moscú / Cieza, marzo de 2016
(Artículo publicado en la revista El Viejo Topo, número 342-343 (julio-agosto) 2016)
[1] Empleo militar equivalente en España al de Teniente General.
[2] Krivosheev, G. F., Andronikov, V. M., Burikov, P. D., Gurkin, V. V.
Velikaia Otechestvennaia bez grifa sekretnosti. Kniga poter.
Editorial Veche. Moskva – 2010