Crítica de “MEMORIAS DE ESPARTANIA”: los ecos de un pueblo que una vez existió
Pepe Marín
Pinta tu aldea, y pintarás el mundo
(LEON TOLSTOI)
Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen (…). Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces.
(Juan Rulfo, Pedro Páramo)
Los pueblos se han ido conformando en el marco de territorios habitados de sus propias historias y creencias, mantenidas en el tiempo en el imaginario colectivo de sus pobladores. En los territorios de los pueblos anidan sueños y suceden experiencias que los distinguen de otros, todo un acervo identitario que dota a cada pueblo de un perfil propio, de un distintivo tejido a lo largo de los años de superpuestas señas de identificación colectiva, donde las singularidades individuales y familiares se diluyen y refuerzan el sentimiento de pertenencia común.
En el territorio de Espartania hubo un pueblo lleno de voces obreras que fue protagonista de su historia, tallada “golpe a golpe, verso a verso” por manos encallecidas y corazones ardientes, un pueblo que después de siglos de estar secularmente subyugado por los poderosos se descubrió a sí mismo como un agente histórico que podía tomar las riendas de su destino y escribir las páginas de su propia historia. Aquel despertar de la conciencia popular coincidió en aquel territorio con el redescubrimiento del potencial económico de una planta milenaria que había estado allí desde tiempos inmemoriales, una humilde planta, el esparto, “stipa tenacissima” en terminología de los botánicos, una hierba perenne resistente a sequías y fenómenos meteorológicos de todo tipo, que no necesitaba más cuidados que su recolección anual para dejar paso a las nuevas hojas que retallaban cada primavera en las atochas diseminadas por los montes del lugar.
Desde finales del siglo XIX fue surgiendo en torno al esparto una protoindustria que pobló aquel territorio de pequeños y medianos centros fabriles, lo que propició un rápido proceso de transformación de la clase campesina en clase obrera, una nueva clase social que se constituía en sindicatos de defensa y apoyo mutuo, al tiempo que en el mundo agrario se produjo el efecto mimético de la sindicación de los jornaleros. En la emergente industria de la espartería aparecieron nuevos denominaciones de oficios: las mujeres obreras eran “picaoras” y “trenzadoras de lías”, los niños obreros eran “menaores”, y los hombres “hilaores” y “rastrilladores”, como oficios más comunes. Había también un oficio híbrido, entre industrial y agrícola, los llamados simplemente “esparteros”, que eran los jornaleros dedicados a la recolección del esparto en el monte. Aquella industria, sometida a los vaivenes del mercado, no garantizaba trabajo durante todo el año, por lo que los obreros volvían periódicamente a ser jornaleros agrícolas, generándose un tránsito de influencias mutuas entre ambos mundos. Todos ellos, sometidos a condiciones de trabajo de explotación, fueron sobre quienes se fraguó en este territorio la travesía desde la sociedad rural de amos y siervos del antiguo régimen a la sociedad contemporánea de clases de burgueses y obreros.
El esparto, desde entonces, desbancó en aquel territorio a otras señas naturales de identidad, y ambos quedaron vinculados durante muchos años, pudiendo muy bien haberse llamado “Tierra de Espartania”. Cieza fue el núcleo de población más importante de la zona, y junto a él se erigieron la mayor parte de las fábricas de esparto de todo el país, desarrollando una gran fuerza de atracción para las poblaciones rurales limítrofes. Aquellas tierras, que desde la antigüedad tuvieron un marcado carácter fronterizo al ser cruce natural de rutas peninsulares y caminos regionales, acogieron en la primera mitad del siglo XX a familias enteras que se trasladaron hasta allí en busca de una vida algo mejor. Cieza se convirtió en el punto de encuentro intercultural de viejos y nuevos pobladores del lugar, un crisol donde sobre el subsuelo de historias y creencias campesinas se vertieron los nuevos sueños y experiencias de emancipación de la clase obrera, dando lugar a una identidad en la que la tenacidad y dureza del esparto era la estampa más simbólica de los nuevos tiempos.
Fue una etapa histórica muy densa, durante la cual ocurrieron muchos sucesos decisivos en el devenir de este territorio. Hubo un gran crecimiento demográfico por efecto de la inmigración interior, y asimismo una gran intensificación de organizaciones obreras, que se dotaron de locales y periódicos desde donde divulgar las doctrinas socialistas y libertarias. Hubo una primavera política truncada antes de tiempo, la Segunda República, cuyos propósitos democráticos y de justicia social no pudieron culminarse, un proyecto político nacido para la superación del atraso secular del país que se vivió intensamente en Espartania. Aquel proyecto fue salvajemente abortado por un golpe militar de inspiración fascista, que provocó una terrible guerra civil en la que los militares sublevados se alzaron finalmente con la victoria tras tres años de lucha desesperada del pueblo. Y después de la derrota, vino una aún más terrible postguerra de encarcelamientos, muerte y represión de las clases trabajadoras, unos años muy duros que paradójicamente fueron para la industria del esparto una nueva coyuntura de expansión, propiciada por las políticas de autarquía del primer franquismo ante el aislamiento internacional de la Dictadura de Franco hasta mitad de los años 50. Aquel nuevo impulso del esparto, convertido en “fibra nacional” de la nueva España franquista, bajo un régimen político fascista que suprimió los sindicatos obreros, sirvió para el enriquecimiento de los industriales y para el incremento de la explotación de los trabajadores, desprovistos de sus líderes obreros (muertos, encarcelados o exiliados). Pero fue un impulso económico efímero, porque a partir de la segunda mitad de los años 50, los nuevos planes de liberación económica de la Dictadura permitieron la importación de fibras textiles exóticas más baratas, así como de nuevas fibras químicas, lo que provocó que en muy pocos años toda la industria espartera quedase prácticamente desmantelada, dando lugar a la diáspora de sus trabajadores hacia zonas industriales del país o hacia Europa. El territorio de Espartania desde los años 60 sufriría un proceso de despoblamiento, tanto físico como moral. No solo disminuyó el censo de habitantes, sino que también se apagó la fragua en la que se seguían manteniendo encendidas las historias y creencias de aquel pueblo fronterizo que lo habitaba, que había encontrado en la cultura del esparto su seña más identitaria.
“Memorias de Espartania” es la crónica de una familia campesina originaria de tierras limítrofes, que los azares de la vida trajeron a este territorio de frontera. Toda familia guarda una historia propia integrada por múltiples microhistorias, que se incardinan en historias más universales. Y toda familia debería tener algún vástago que elaborara el relato épico de sus avatares, que recreara su historia para recordar a sus héroes y antihéroes, y así poder inmortalizar las memorias heredadas de sus antepasados y de la vida misma.
Es lo que ha hecho Antonio Fernández, el nieto de Antón el Rojo y de Amalia Jesús, un matrimonio de campesinos con poderes mágicos (él era un minero con “ojo mágico” para colocar barrenos en su justo lugar, y ella quitaba el “mal de ojo”), que tras la derrota de la guerra civil buscaron nuevos horizontes y se trasladaron a las vecinas tierras de Espartania con su familia numerosa y su acopio inmaterial de historias y recuerdos. Su crónica familiar viene estructurada en diez capítulos en cada uno de los cuales aparece como eje uno de los miembros más significados de la familia o un personaje invitado que tiene relevancia en la historia. Los personajes principales comparten páginas con otros personajes aparentemente secundarios que tienen su propia historia y sirven de contrapeso al hilo conductor del relato. Todos los personajes, que darían para una prolija “dramatis personae” de la trama, son presentados combinando los recuerdos, el subjetivismo y la fabulación en el contexto de su tiempo. Cada capítulo se compone de historias fragmentadas del recorrido vital de los héroes y antihéroes retratados, que vienen contextualizadas en diferentes momentos de este azaroso tiempo de la historia de España que transcurre desde finales del siglo XIX, con las noticias sobre su bisabuelo Ramiro Valera en el caserío de El Rollo, hasta los años 60 del pasado siglo con los recuerdos de su abuelo Justo Zurrón y las noticias de los últimos días del esparto y los inicios de la agricultura mecanizada, cuando aquella historia inicial empieza a alejarse de sí misma. No falta algún que otro anacronismo fantasioso para imaginar sucesos deseados que nunca existieron, como la supuesta proclamación de la República Socialista Soviética de Cieza en octubre del 34, al calor de la Revolución de Asturias; o para sugerir nuevas versiones de hechos históricos sembrados de dudas (como la muerte casual de Durruti, presenciada por personajes de la novela).
La memoria familiar, trasmitida oralmente de padres a hijos y de abuelos a nietos, y la imaginación del autor han cristalizado en unos condensados diez capítulos con interrupciones cronológicas, escritos con un lenguaje conciso y evocador, muy descriptivo, donde hay presencia de giros y expresiones del habla lugareña, no faltando tampoco la presencia de una halo poético en alguno de sus pasajes. Como ha dicho un entusiasta comentarista de esta novela (Huerga Melcón), las páginas de este libro “mantienen un sordo rumor de verdad y belleza”.
A lo largo de estos capítulos hay una marcada intención de destacar la conciencia obrera de sus principales protagonistas, que son descritos como “hombres de ideas”, resaltando su amor por la cultura (el abuelo Antón “siempre decía que la salvación de los trabajadores estaba en saber leer y escribir” y, aunque analfabeto, “se sabía de memoria muchos pasajes completos del Quijote”), así como su espíritu de solidaridad (el abuelo Justo Zurrón, un labrador conservador, ayudaba con comida y ropas a los soldados de la República en desbandada tras la derrota), de fidelidad a sus ideales, de lucha (“después de los amargos momentos de la derrota del 39, le gustaba repetir que aunque había sido derrotado, él nunca se había rendido”, escribe de su abuelo Antón) y de resistencia (al acabar la guerra, padre e hijo entierran las armas en un paleral, episodio del que queda “solo el recuerdo mítico en la familia como símbolo de una resistencia”). El sentimiento de pertenencia a la familia se vincula al mantenimiento de unos pilares morales para poder confiar en ellos y guiar las relaciones interpersonales, aunque a veces se produzcan desencuentros en la manera y modo de plasmar esos ideales.
El mundo del esparto aparece como telón de fondo de algunos de los escenarios donde transcurren ciertos pasajes de la novela, citando nombres de algunos obreros. Están el Julián el Pancharrica, el Carudo y Manolico Ratón, jóvenes esparteros que fueron los tres primeros ciezanos que se alistaron como voluntarios en los primeros días de la guerra, y Julián el primer miliciano republicano ciezano muerto en el frente. Está Manuel el Veintiuna, un espartero que hizo “porra” (huelga) en el monte. Y Carmencica la Pulguina, joven picaora, a la que un mazo le aplastó la mano derecha, organizándose una huelga de solidaridad para que el empresario se hiciera cargo de la baja laboral. Y Consuelo la Sietededos, picaora también, veterana de la CNT, que perdió tres dedos de una mano. Y Pascual Poyatos el Cañagueca, maestro hilaor, uno de los líderes de UGT…
Hay personajes entrañables para el autor, aparte de sus abuelos, abuelas y tíos, que son tratados con especial ternura y respeto. Está Manuel, el joven ciego que quiso ir al frente. Pepe Mirolo, ugetista, uno de los líderes del Consejo Unificado de la Espartería, que gestiono la industria espartera en los años de guerra. Y Gigonés, el carpintero cenetista. El capitán Américo Cardona, comunista, que se enfrentó a los planes de rendición del Coronel Casado. Irina, la joven brigadista rusa que hablaba español e hizo de intérprete desde el Destacamento de Tanques de la URSS concentrados en Archena, y su enamorado Antonio, maestro de escuela de la saga de los Varela. Y los resistentes comunistas que volvieron a encontrarse en los años 60 después de pasar por varias cárceles: Paco Peralda, Pedro Abarcas y Paco Montillo, aquel ferroviario que participó en la organización de la resistencia francesa y se unió a los maquis.
Entre las páginas de la novela se cuelan también personajes estrafalarios de diverso signo. Juanico Mataburras, un joven minero que murió en el frente, llamado así porque efectivamente despeñó un burro que le daba mordiscos y coces. Don Dionisio, el testarudo cura Zorro, que usaba pistola y que desde el púlpito de la parroquia no cesaba de provocar a los partidos de izquierda y a los sindicatos obreros. El también cura Don Simplicio que ponía penitencias imposibles. Y Bartolico el Loco, una alma cándida e ingenuo exhibicionista, al que le gustaba asustar a la gente anunciándole que morirían al día siguiente.
Hay personajes anecdóticos, como Gonzalo Almonacid y Manolo el Pelao, que se atribuyeron la autoría de lanzar los torpedos que hundieron el crucero Baleares de los golpistas. Paco el Periquito, un republicano dicharachero, que pudo escapar al exilio hasta Argelia, Francia y finalmente Méjico, no regresando a España hasta principios de los años 80. El policía municipal el Rojo de la Colorá, que confundió la Casa Consistorial con un prostíbulo. Paco el Cigala que dijo haber tenido una aparición milagrosa en la pared de una ermita y anunció a todos los vecinos una nueva aparición en fecha cierta, acudiendo una multitud que nada vio. Y Juan Semitiel el Maeza, un joven falangista hijo de agricultores que se alistó con la División Azul, y cayó herido en Rusia, donde finalmente se quedó a vivir y se casó, y que regresó a Cieza en 1973, escandalizando a autoridades del régimen y a sus antiguos correligionarios al declarar a la prensa que se encontraba muy a gusto en Rusia.
Otros personajes son tratados con desprecio, como Adriano Avellano, el hijo del Follamozas, un siniestro personaje, hijo bastardo de un señorito y una criada, que finalmente se hizo con la herencia de su padre, convirtiéndose en un déspota con los mismos obreros que lo habían protegido en su infancia. O Eulogio Parra, el Gato Periquito, miembro del somaten, jefe local de Falange y alcalde de Cieza. O el fotógrafo Vicente Guardiola Ferrer, que se hacía pasar por comunista y fue delator de personas de izquierda ante las autoridades golpistas.
Hay otros personajes desubicados en aquellos tiempos de zozobras. Como Pepito Téllez, un abogado y político de derechas, que emprendió negocios y se arruinó por dar trabajo a los obreros, y a quien sin embargo una turba incontrolada de exaltados le dio una muerte atroz en la cárcel de Cieza donde estaba retenido, quemando su cadáver junto a otros tres más de personas de derechas de escasa significación. O Don Pedro Jiménez, el tío Pitillo, un liberal y rico terrateniente, cuyo hermano, Gobernador Civil en Huelva, fue víctima de los golpistas, que emprendió transformaciones agrícolas con nuevos regadíos dando ocupación a buen número de obreros de izquierda excarcelados. O Raimundo Zurrón, cacique los terratenientes y cliente habitual de los burdeles de La Chata y de la Roja. Y personajes más oscuros, como Pepico Ciempiés, que de monaguillo en su infancia, terminó asesinando al cura Zorro que lo había educado, y cortándole las orejas, que hizo comer a los que estaban de tertulia en un bar frecuentado por gentes de derechas.
Hay también presencia de seres fantásticos, como el “lameor”, un extraño animal nunca visto que atacaba a los hombres mientras dormían, y nunca despertaban; o como la misma abuela Amalia Jesús, que nació con “gracia” y curaba con sus preces y hierbas dolores del cuerpo y males del espíritu.
“Memorias de Espartania” no es una crónica histórica, sino una crónica novelada, donde se relata no tanto lo que sucedió, como lo que pudo suceder, o por lo menos, en ausencia de datos fidedignos, lo que le habría gustado al autor que hubiese sucedido. El relato es una mixtura compleja y enredada de recuerdos familiares, sucesos históricos y elementos fabulados que se van entretejiendo de forma combinada, sin que sea fácil detectar siempre el tránsito de lo real a lo fantástico. El punto de partida de la historia se ramifica en sucesivas historias fragmentadas con planos que a veces se superponen, sin perder nunca el hilo conductor de reconstruir el sentido épico de una travesía familiar.
Los contextos cotidianos en que transcurren las aventuras y desventuras de sus personajes son ambientes que tienen a veces algo de mágicos y oníricos, de misteriosos y líricos. Se respira en sus páginas una atmósfera intimista a la que se nos permite entrar a los lectores, haciéndonos cómplices unas veces de una desgarrada realidad (durísimo es el relato de los asesinatos de cuatro derechistas en la cárcel, como lo es el de la cuerda de presos y el juicio sumarísimo de izquierdistas en una escuela pública al mismo acabar la guerra), y otras veces, de episodios divertidos llenos de ingenuidad (como es la anécdota del frustrado milagro de aparición de la cruz). Y es que, junto a páginas estremecedoras con un marcado sentimiento trágico, hay también en estas crónicas un decidido propósito por subrayar la felicidad de las cosas simples, de los objetos y quehaceres ordinarios de las gentes sencillas (cuando al abuelo Antón lo interroga un guardia civil preguntándole que dónde había estado después de su ausencia durante unos días, le contesta “pues donde voy a estar, trabajando por ahí, que es lo único que sabemos hacer los pobres”). Y todo sin renunciar a la sátira y a la socarronería, que en estas tierras de Espartania tienen también su punto propio.
La novela está narrada en tercera persona. El autor se nos presenta como un narrador testigo de confesiones y secretos familiares bien guardados, que los expone situándose detrás de la conciencia de los personajes y atravesando, cuando lo precisa, el túnel de los tiempos, dando lugar a un extraño realismo, salpicado de notas mágicas, guiños de melancolía y gotas de poesía. Solo en el párrafo final del último capítulo, utiliza el autor la primera persona. Y lo hace en plural, referido a los nietos, cuando se sumergen en el mundo mágico de los recuerdos de la cabaña de su abuelo Zurrón.
“Con el tiempo, aquel panteón de antiguos ingenios se convirtió en un lugar misterioso lleno de tesoros y máquinas fantásticas en las que los nietos del abuelo Justo Zurrón y de la abuela Fuensanta Villalba soñábamos que surcábamos los aires o navegábamos por los mares a la caza y captura de seres fantásticos, acompañados por héroes míticos, y al mismo tiempo reales, como los que habitaron en una época no tan lejana las agrestes tierras de Espartania”
“Memorias de Espartania” es una historia pueblerina que tiene un trasfondo íntimamente universalista. Sus páginas, localizadas en un pequeño perímetro del sur de España, trascienden lo anecdótico para referir historias de supervivientes de una derrota política y militar, a la que sucedió una derrota social y económica, que se refugian en sus recuerdos fabulados para reconstruir sus vidas cotidianas. Novelar la historia es un modo de recuperarla para siempre, y puede servir para comprender o ahondar en la comprensión de la realidad. Antonio Fernández (”Antón”, para sus paisanos) pintó su aldea espartera y campesina para pintar un mundo que se extinguía.
Hoy, en el siglo XXI, en los pobladores de aquella tierra apenas queda nada de aquellas vivencias narradas en la novela, que fueron asociadas al fracaso de una apuesta social y económica que colmó de pobreza y enfermedad a los trabajadores, un olvido que también supone un menosprecio de los pilares morales de solidaridad y de lucha que se generaron en aquellos insalubres centros fabriles de Espartania. Hay en Cieza actualmente un magnífico Museo del Esparto, mantenido por una asociación cultural, que es visitado por más personas foráneas que por los vecinos de la localidad.
Como en la cita de Pedro Páramo del comienzo, de aquellos tiempos solo quedan ecos, encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras, y llegará el día en que estos ecos se apaguen. Cuando eso ocurra, “Memorias de Espartania”, servirá de testimonio fragmentario de lo que esta tierra fue un día, o más bien, de lo que quiso ser, de sus sueños y creencias.
P.Marín
Marzo 2017